Leía en El País de este domingo, en la columna de Manuel Vicent, cómo se droga, desloma y manipula a los toros de lidia antes de entrar en el ruedo para que los señoritos andaluces (los toreros ahora son todos señoritos) no tengan el menor tropiezo durante las corridas. Elvira Lindo también comenta en su columna las exaltadas conclusiones a las que llegan unas señoras de Colorado cuando comentan las exóticas costumbres españolas.
Todo esto me recuerda la imagen que tengo yo, como español que vive en una España incomprensible en la que perviven los arcaísmos más estrepitosos, y que aparece reflejada, tal vez con un poco de mala leche, en el Urban Dictionnary (3ª entrada): un país de bárbaros que utilizan las fiestas patronales para desahogarse de una vida miserable y mezquina, y cuyo único aliciente parece ser el maltrato vejatorio a animales a los que se les niega cualquier posibilidad de defensa o ataque.
Así, cada vez que hablemos de “furia” española, olvidémonos de competiciones deportivas y otros eventos similares (ahí los españoles no tenemos nada que hacer, a no ser que narcoticemos también a nuestros contrincantes o les acribillemos el cuerpo con dardos).
La “furia” española es una furia ruin y cobarde, en la que participan jóvenes y viejos, una escandalosa postal veraniega en la que se regodean tanto los nacionales como los turistas. Total, forma parte de la tradición popular. Igual que la ablación de clítoris o la quema de brujas.
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