No puedo estar parado sin hacer nada. La inactividad (o la falta de proyección de la inteligencia como diría José Antonio Marina) me saca de quicio. Y cuando me enfrento a periodos de escasa actividad como el de ahora –cosa que suele ocurrir al menos una vez al año– no puedo evitar caer en imágenes de cataclismos inminentes: mis clientes han quebrado, se han decantado por traductores más baratos, he pifiado los últimos proyectos, no podré conseguir nuevos clientes con mis tarifas, tendré que alquilar o vender el apartamento que había comprado y volver a casa de mis padres...
(imagen chillona de histerismo treintañero estilo Bridget Jones).