La luz de la tarde penetra suavemente en el salón, tamizada por unos visillos de lino de confección artesanal. Las motas de luz circulan imperceptiblemente, con la energía del feng shui, por entre las plantas y las sillas Luís XVI hasta caer desplomadas en el sofá central, un chester de principios del S. XX restaurado. La armonía de colores y formas es inquietante, perfecta.
Él está frente al mueble-bar. En las manos tiene un vaso de cristal grueso con un líquido ámbar que podría ser whisky. Inmóvil, durante apenas un segundo se da la vuelta, alza la vista al frente y parece como si sus ojos traspasaran las paredes del salón y rasgaran la pantalla de este ordenador. Quizá es sólo una sensación.
Ella está sentada en una de las sillas estilo Luís XVI, mirando hacia algún lugar indefinido. El perfecto óvalo de su cara hace juego con el espejo que hay sobre la chimenea, que devuelve el reflejo de sus pendientes de brillantes. Su piel es nacarada, rosa, llena de vida.
Una brisa ligera se desliza desde la terraza, agitando suavemente los visillos y refrescando la estancia. Él mira hacia delante, hacia la puerta de la terraza, queriendo apretar con fuerza el líquido del vaso. Una algarabía de trinos viene desde el otro lado de la puerta, desde el jardín. De repente, Él mira hacia atrás, hacia Ella. A pesar de la fresca brisa, nota cómo unas gotas de sudor le pegan la camisa al cuello. Deja el vaso sobre la mesa y coge su chaqueta, "es inútil, me voy"... y se queda quieto, esperando una señal. Ella levanta la cabeza por primera vez y mira hacia la terraza, y en sus ojos vemos una especie de vacilación, como si escuchara una frase en un idioma desconocido o hubiera acabado de bajar de un tren después de un largo viaje. Luego, se levanta de la silla estilo Luís XVI y recoge un vaso que había dejado el día anterior sobre el mueble-bar.
La brisa ya está refrescando, pronto caerá la tarde y luego vendrá